Ahondar en la vida y obra del maestro del realismo moderno Edward Hopper (1882-1967) puede resultar abrumador, sobre todo al pensar que seguramente ya está todo dicho. La cuestión es ver lo que otros no han reparado en observar. Al menos así fue para Alejandro Pérez Cervantes, autor de Edward Hopper en el norte de México, quien destaca la influencia que tuvieron en él los máximos exponentes del muralismo de nuestro país, se desmarca de los habituales tópicos hopperianos propuestos por su lectura tradicional.
El libro, editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), ha suscitado tal interés desde su publicación que algunos museos de Monterrey gestionan que el próximo año la obra que realizó Hopper durante su estancia en México pueda visitar el país por primera vez, en una exposición itinerante en Nuevo León, la Ciudad de México y algún museo de Estados Unidos, algo que sería un verdadero acontecimiento en el mundo artístico, reveló el autor para La Jornada.
El también doctor en teoría crítica por 17, Instituto de Estudios Críticos y maestro en diseño editorial por la Universidad de Monterrey buscó en su investigación revelar las rutas no sólo formales, sino estilísticas y simbólicas con las que el artista estadunidense construyó su obra mexicana.
Cuando comienzo a leer toda la bibliografía me doy cuenta de que es un autor muy estudiado, pero siempre desde la misma perspectiva. También quería profundizar en su vida y obra, pero con otra lectura, desde nuestro país, intentando la clásica teoría del arte.
Pérez Cervantes destacó la importancia del primer viaje de la pareja Hopper al país. Según el testimonio escrito de Josephine Nivison, su esposo buscaba nuevos motivos paisajísticos.
Así, su primer viaje comenzó el 29 de junio de 1943, para llegar a la capital mexicana el 3 de julio y hospedarse en el hotel Ritz de la calle Madero.
Cuando realiza su primer viaje en 1943, se acerca al arte mural mexicano y conoce la obra de Rivera, Siquerios y Orozco. Su esposa menciona que Hopper se emociona y se siente influido por ellos. Sin embargo, en la capital no encontraron algo que los convenciera, por lo que la curadora del Instituto de Arte de Chicago, Katherine Kuh, les recomendó visitar Saltillo; ahí quedaron deslumbrados por el profundo azul de sus cielos, en intenso contraste con los colores grises, verdes, rojizos y ocres de sus construcciones.
La acuarela Saltillo Rooftops es resultado de dicha visita, al igual que Sierra Madre en Saltillo y Saltillo Mansion, una de sus obras más bellas pintadas en esa visita.
Cuando regresa a México en su segundo viaje en 1946, después de que ambos estudiaran español, Hopper comienza a pintar el paisaje del noreste mexicano dejando de lado a las personas, en una invitación a contemplar las vistas naturales, con las montañas de la Sierra Madre de Saltillo y Monterrey bañadas en la luz del norte, que es muy transparente y cálida.
A diferencia de Nighthawks, una de las piezas más icónicas del pintor, en la que mostró al Estados Unidos de la Gran Depresión, obras como Church of San Esteban, El palacio y Construction in Mexico, que el artista del silencio concibió en su segunda visita a México en 1946, devienen meditación más metafísica de la condición de la soledad, sin rastro humano, sólo espacios, juegos de luces y formas arquitectónicas.
En 1951, Oaxaca también fue destino de los Hopper, donde él realizó sus últimas piezas de la etapa mexicana: Mountains at Guanajuato y Cliffs near Mitla. Sin embargo, en todas sus visitas el papel de su esposa, Josephine Nivison, mejor conocida como Jo Hopper, fue invaluable para el pintor.
El diario de Jo Hopper y sus cartas, la reconstrucción que realizó de su día a día en México, fue una ayuda invaluable. Sin su testimonio no sabríamos nada de lo que sucedió hace 80 años; ese es el aporte de Jo en la vida de Hopper. Además, en una época de arraigado machismo, ella pugnaba por su lugar en esos años. Le debemos todo el conocimiento y legado de Edward Hopper, precisó Pérez Cervantes.
Su papel visionario no se resumió a la vida común y a los fines prácticos. Pensó en la posteridad tras donar las casi 800 obras y más de 3 mil trabajos entre dibujos, grabados y apuntes a los museos más importantes de Estados Unidos tras la muerte de su esposo, sabedora de que estaba preservando su arte.
Como él mismo escribe, uno de los hallazgos indudables y no previstos en esta investigación fue conocer el papel fundamental de Jo en la construcción del artista y en la consolidación de su mito. No se puede soslayar que el trabajo de ella, que también fue artista, influyó incluso estéticamente el trabajo de Edward de manera directa. Además, muchas veces ella se encargó de bautizar las pinturas de su esposo. Lo acompañó, lo formó, lo sobrevivió.