Al cumplirse ayer dos años desde que el presidente Vladimir Putin ordenó invadir Ucrania, la madrugada del 22 de febrero de 2022, ni Moscú ni Kiev están cerca de doblegar a su rival –tragedia de dos pueblos que antes eran hermanos y ahora se odian–, mientras todo apunta a que, a pesar de las pérdidas que ambos sufren y el costo que se ven obligados a pagar, no existen condiciones para que ambos acepten negociar un arreglo político que ponga fin al derramamiento de sangre.
Visto desde el Kremlin, ninguna de las metas que planteó para su operación militar especial, concebida para dos o tres semanas de duración como máximo, se ha cumplido: ni desmilitarizar ni desnazificar el vecino país eslavo y ni siquiera liberar por completo el territorio de las llamadas Repúblicas Populares de Donietsk y Lugansk, que no obstante el Krem-lin concretó su anexión a la Federación Rusa, junto con las regiones ucranias de Jersón y Zaporiyia.
Tampoco logró Moscú el objetivo de impedir la subsiguiente expansión hacia el este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN): Ucrania sigue solicitando su admisión, pero ya lo consiguieron dos países escandinavos, que eran tradicionalmente neutrales (Finlandia y Suecia, este último tiene que superar todavía un último y mínimo obstáculo), lo cual de hecho duplica la frontera terrestre que tienen con Rusia los países miembros de la alianza noratlántica.
Del otro lado, Ucrania dista de lograr lo que define como su principal meta –la expulsión más allá de sus fronteras de todas las tropas rusas– y, mientras tanto, ha perdido –junto con la península de Crimea, anexionada en 2014– cerca de 20 por ciento de su territorio. Resiste gracias a la ayuda militar y financiera de Occidente.
Con una línea del frente de mil 200 kilómetros de extensión, soldados rusos y ucranios mueren todos los días o quedan lisiados, sin hablar ya del sufrimiento de la población civil en zonas devastadas por los bombardeos, sembradas de minas, expuestas al riesgo cotidiano de que un misil o proyectil destruya sus viviendas, que, si no tuvieron la suerte y los recursos para desplazarse a otros lugares, subsisten con la sensación de que pueden perder la vida en cualquier momento.
En ese contexto, comienza el tercer año de una guerra que, tomando en cuenta el origen común y los lazos históricos que unían a los pueblos ruso y ucranio, nunca debió de haber comenzado.